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Participa / Foros / Cuentos y narraciones / Las puchas

La intervención de Juan Rodriguez Pastor concluyó con un cuento de-los-de-toa-la-vida. ¿A quien no le gusta que le cuenten un cuento? Es uno de los mejores regalos que le pueden hacer a uno... siempre y cuando el cuento esté bien contado, y no estropee las versiones originales. Pero este no fue el caso, porque nuestro ponente nos lo leyó de uno de sus libros, que, como él mismo reconoce, recoge simples recopilaciones de la 'tradición oral'; pero recopilaciones muy bien hechas, respetando al pié de la letra la forma en que fue narrada por el relator.

El problema que me ha caído a mí ahora es que no seré capaz de reflejar la gracia de nuestro ponente, ni el texto, ya que cometimos el error de no llevar una grabadora de sonido, como hace Juan, aunque hubiera sido una grabadora digital (vale un teléfono móvil). Pero estábamos tan entusiasmados disfrutando de la charla que nos faltó el reflejo de activar cualquiera de estos cacharros oportunamente.

Las puchas (que, según Juan, en otros sitios se llaman poleás y en otros gachas, pero según Lucas, son cosas distintas), están hechas con harina y agua. Cuando son muy espesas sirven de engrudo "pa pegá", pero las que se hacen tradicionalmente en la casa de los pobres son tan aguás que no se pegan ni al estómago.

El cuento es más o menos así:

En el pueblo había dos hermanos: el mayor ya se había echado novia y tenía permiso para acompañarla a su casa, o choza, en la finca del campo donde trabajaba y vivía toda la familia.

El pequeño, que aún era niño, adoraba a su hermano mayor, y todos los días le estaba pidiendo acompañarle a llevar a la novia a su casa. Pero el mayor no cedía.

Un día, por fin, compadeciéndose del chico, el hermano mayor consintió en llevarle con ellos.

La madre de la novia les recibió muy bien y pasaron una tarde muy agradable, pero con tan mala suerte que, a la hora de venirse, se desencadenó un tormenta con rayos, truenos y centellas; así que la madre, que estaba haciendo puchas, les ofreció que se quedaran a cenar y a pasar la noche.

Como la casa era poco más grande que una cabaña de dos habitaciones, la madre les dijo:

-Tu hermano y tú podéis dormir en la habitación de María, y María que se acueste conmigo en mi cama.

Y así hicieron. Y se pusieron a cenar las puchas.

El mayor ya le había advertido al chico que no se portara como un paleto de las Torrucas y comiera con moderación, y que cuando le hiciera una señal, pisándole con el pie por debajo de la mesa, dejara de comer.

(Según versiones, en una de ellas, fue el gato quien se aposentó encima del pié del pequeño. En la otra versión, fue el hermano mayor, que estaba tan cortado como el pequeño, el que nada más empezar a comer le soltó el pisotón). El caso es que ambos hermanos comieron mu poquinino y se quedaron con más hambre de la que habían empezado.
Y se fueron a la cama, con el estómago y la cabeza dando vueltas alrededor de las puchas. Unas puchas tan ricas que se habían quedado en el caldero, encima de la mesa.

-Hermano, -decía el pequeño- ¿Y si nos levantamos y nos comemos las puchas...?

Hasta tal punto insistió que el mayor le dijo que se fuera comer sin hacer ningún ruido.

Este, sin dudarlo momento, con los nervios propios de su edad y situación, se precipitó hacia la mesa, y aunque todo estaba a oscuras, a tientas, dio con el caldero.

Pero no tenía cuchara. Así que con las manos, haciendo cuenco, empezó a zamparse las puchas hasta que se hartó.

Satisfecho, y agradecido a su hermano mayor, se acordó de que él también tenía hambre; y queriendo llevarle algunas juntó las dos manos en forma de cazo, las metió en el caldero y se dirigió al cuarto. Pero como estaba todo oscuro, se equivocó. Su desorientación le llevó al cuarto de la madre y la hija...

La casualidad hizo que en el momento de acercarle las manos llenas de puchas a la cara de la suegra, esta acababa de desplazar un poco las sábanas para ventosear, y el pedo sonoro se hizo burbujeante al contacto con las puchas.

La suegra palpándose las partes, notó algo más que gases tras su acción y saltó de la cama para ir a lavarse a un charco con agua fresca de la lluvia.

El chico asustado salió corriendo a contárselo a su hermano mayor. Este le dijo:

-Pero chacho, ¿como se te ocurre hacer eso? Y vienes aquí con toas las manos llenas de puchas. Vete a lavar.

El chico anduvo rebuscando un sitio para lavarse y dio con un cántaro, en el que pudo meter las dos manos con un poco de dificultad gracias a que estaban bien resbalosas; pero luego, una vez limpias, y con los nervios, no había forma de sacarlas. Otra vez se fue a pedir ayuda al hermano:

-Pues salte fuera y rompe el cántaro contra un cancho.

Y eso hizo.

Pero el cancho con el que se topó fue nuevamente el culo de la suegra.

Y ya os imagináis.

Los muchachos acobardados salieron corriendo de allí y no se les ha vuelto a ver aparecer nunca más por la casa.

Así va la discusión

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